lunes, 28 de junio de 2010

Mawráq




Esto no puede durar mucho, y no es que quiera ser pesimista, sino todo lo contrario…, cuando a uno le salen bien las cosas, repite esa frase: “esto no puede durar mucho”. Es que no le puede ir bien a todo el mundo al mismo tiempo, y ése a quien le va bien mira como con susto a su alrededor y se acojona, y lo piensa: “esto de que me vaya tán bien no me va a durar, el mundo no está como para muchas alegrías que digamos”.

Pero la vida fluye, y a veces hasta da la impresión de que corre en el sentido en que queremos. Y entonces parece que lo que uno vive, ese breve trozo de armonía, se llama La felicidad, con ele mayúscula.

La mano, tiznada de carbón, se acerca hasta mi cara, y se detiene bajo mi nariz; mi hijo me ofrece una rebanada de pan con una lasca de la carne que ha estado asando sobre una parrilla, en la playa, casi hasta las dos de la madrugada. Nos hemos instalado en la arena, barbacoa, mantas, toallas, botellas, risas…; y sobre nosotros una luna llena enorme y blanca, de finales de junio. El mar está tranquilo, manso, las olas traen la espuma brillante de luna, de espejos en pedazos… el viejo mar, el viejo Mediterráneo que susurra y sosiega mientas nosotros comemos, bebemos y reímos por tonterías que allí nos parecen graciosas. Es noche de viernes y estamos de moraga. Aprovechamos también la alegría de los otros porque allá en Sudáfrica, España acaba de ganarles en el fútbol a los chilenos. Un amigo hace un chiste tras otro, las carcajadas no paran. Todo es tan sencillo, tan rústico…; tan natural y primitivo por una parte, la arena, las mantas, la comida hecha al fuego, las chispas rojas y el humo del carbón, las chispas azules de las estrellas, la luna rota en pedacitos sobre el agua... y por otra parte los flashes y los brillos de las pantallas menudas de los teléfonos móviles, uno hace fotos, del otro sale música, flamenquito chill out: otro busca en su Ipod la palabra moraga: las teclas conectan con el satélite y de las páginas de la Real Academia Espñola nos llega la información a la pantalla en plena playa, en plena madrugada; trae una expresión de una lengua remota: Mawráq.
“moraga”. (Del mozár. y árabe. Hisp(ania). 
La explicación que buscamos viene en la segunda acepción:
2. f. And(alucia). Acto de asar con fuego de leña y al aire libre frutas secas, sardinas u otros peces.

Todo tan antiguo y tan actual, tan natural y sofisticado. Tan frágil. Tan breve.
Lo escribo para recordarlo.

domingo, 20 de junio de 2010

Un año sin Vicente





Toda la noche del sábado hasta la madrugada de hoy domingo, el canal Telecinco ha estado dedicando una especie de maratón a la memoria de Vicente Ferrer en el primer aniversario de su muerte.
Suelo evitar mucha de la programación de esa cadena, paso por encima de ella de puntillas o simplemente me la salto sin mirar; sobre todo las noches de los sábados que son las preferidas para montar esas “tertulias” de cotillas y famositos que se gritan y pelean entre ellos. Pero esta noche ha sido diferente; Telecinco se suma y apoya con toda la fuerza mediática que posee para respaldar la plataforma popular que propone el Premio Nóbel de la Paz para la fundación que lleva el nombre del desaparecido filántropo, cooperante y humanista. Bien por ellos.

Durante las más de cuatro horas que ha durado el programa, con entrevistas, invitados especiales y reportajes sobre el trabajo de la fundación, los de la tele no han dejado de insistir en el reclamo de apoyo y divulgación de la obra de Vicente Ferrer, sobre todo para que la propuesta al Premio Nóbel tenga más fuerza a nivel internacional.

Por eso escribo estas líneas antes de irme a dormir; sé que este blog es una gota en el océano, la pata de una hormiga, pero no me importa. Conocí a Vicente personalmente y pude hablar con él en dos oportunidades, la última en Madrid, en el año 2004 cuando presentaba el libro “Encuentros con la realidad”; que había escrito basado en sus experiencias como fundador de un proyecto encaminado a cambiar las vidas de miles y miles de personas tanto en la India como en el resto del mundo, aquella vez en Madrid fuimos a verlo y a que nos firmara el libro, y fuimos a escucharlo hablar; oirle narrar su vida como quien cuenta sueños y quimeras en voz alta

Pocas personas han logrado impactarme tanto como lo hizo Vicente Ferrer con su presencia frágil y su humanidad fuerte, iluminada.

Éste es un mundo de vanidosos y encumbrados, todos lo sabemos, y quien puede hasta disfruta de ello; quizás la vanidad y la pompa los hace más felices o más temibles, lo ignoro. De Vicente Ferrer conservo una anécdota que es una lección magistral de humildad. Intentaré contarla lo más parecido a como la viví:
De entre los numerosos premios y reconocimientos que recibió a lo largo de su vida, el Príncipe de Asturias de la Concordia, en el año 1998, contribuyó a darle más notoriedad a su trabajo, lo que Vicente llamaba “la revolución silenciosa”; y a que se crearan más subsedes o delegaciones de la fundación en distintas ciudades de España.

A principios de la década del 2000, los directivos de la delegación en Alicante avisan a mi amigo Gonzalo de que Vicente se encuentra de visita en esa ciudad para dar una serie de conferencias y contactar con amigos y patrocinadores. Gonzalo ya conocía a Vicente desde tiempo atrás y me preguntó si quería acompañarlo hasta Alicante para saludar a Vicente en persona. Dije que sí y allá nos fuimos.

Recuerdo encontrar aquel abuelete con pinta de jubilado octogenario, flaquito, vestido con una camisa sencilla, un pantalón oscuro, y sandalias sin calcetines. Recuerdo que en una sala de conferencias vimos un documental sobre su vida, y luego Vicente contestó preguntas del público, habló de hospitales para ciegos, de microcréditos, de proyectos hidráulicos, de escuelas infantiles; de todo lo que le faltaba por conseguir... Recuerdo que yo pensaba en Gandhi, que lo miraba como si un Gandhi blanco y vivo estuviese ante mí.
Luego de la charla, un pequeño grupo de personas nos retiramos a un salón aparte para tomar un aperitivo antes de irnos a cenar, y ahí fue cuando nos acercamos y me llamaron para las presentaciones. A Gonzalo lo reconoció de inmediato y dijo recordarlo. Yo le estreché la mano y le dije que estaba impresionado y contento de haberlo conocido, esa cosas que se dicen en los encuentros con las personas importantes. Vicente nos preguntó que qué tal nos iba la vida en Alicante, y cuando le contestamos que no vivíamos en Alicante, que seguíamos en Madrid; que de hecho aquella era la primera vez que yo estaba en Alicante, que habíamos hecho el viaje porque nos dijeron que él estaba allí; como si no fuera merecedor de aquel gesto; nos miró con auténtico asombro y le preguntó a Gonzalo: ¿Pero habéis hecho el esfuerzo de venir desde Madrid hasta Alicante sólo para verme?
Yo me quedé arrobado, sonriendo, afirmando con la cabeza, sin saber qué más decir.

domingo, 13 de junio de 2010

¿Separar para unir?


¿Por qué muchos de los títulos de mis posts son preguntas?; me pregunto. ¿Por qué estoy, (¿estamos?) llenos de respuestas que sabemos no podemos dar? ¿Será por el miedo? Siempre el miedo. Miedo a ver esas respuestas en todo su esplendor o en todo su espanto.
Seguimos deseando lo mismo que cuando éramos niños y los adultos nos lo impedían, ser libres, entrar y salir de tu casa, hablar sin permiso, discrepar con los mayores, quitarnos las camisas en verano, o cortales las patas a los pantalones viejos para hacerlos bermudas, leer libros prohibidos en otros idiomas, hablar en otros idiomas, pensar en otros idiomas, en otras gentes, como otras gentes, ver a esas personas en sus lugares de vida como ellos nos veían a nosotros, movernos por el mundo, fotografiar ciudades, puentes, parajes con colores inesperados, con otras luces; queríamos probar sabores, contrastar olores, intercambiar monedas y regalos, queríamos crecer iguales y diferentes.
Crecemos…, crecimos y las barreras siguen ahí, las preguntas a un lado, las respuestas al otro; y en medio ese vacío rodeado de signos de interrogación revoloteando como mariposas oscuras alrededor de los aduaneros, de los funcionarios, de los represores o los profesores, ¿tendré trabajo el mes que viene?, ¿me darán el pasaporte?, ¿me darán un bofetón, un puntapié?, ¿una palmadita con lástima en el hombro?
A veces me da como vergüenza luego de apretar el botón que hace click en la casilla de publicar en este blog, releo y me sonrojo, siento un calor en la nuca y un salto en el estómago…, es el miedo otra vez, me digo, siempre el miedo a mostrarte vulnerable y vulnerado, fuera de tu rol de adulto masculino, responsable, ordenado, controlado; controlador de ti, controlador de otros, de la libertad de los otros, de esas decisiones que se nos ocurrió tomar desde que éramos niños y que algún adulto frenó, porque no era el momento, porque no estábamos preparados, porque existen las fronteras, y las aduanas, porque quien entra no sale, porque hay sólo una manera correcta de andar vestidos por la vida, porque hay cosas que no se deben comer ni probar jamás, ni olerlas, ni escucharlas, ni decirlas en este o en cualquier otro idioma.
Es tan triste ser mayor y descubrir que sigues con los mismos miedos, las mismas dudas, que las interrogantes no han cambiado, ni tampoco la falsedad de las respuestas que nos dieron.
Leo, leo y leo, busco en las redes de este ordenador, escucho a los demás, consulto a mis amigos, recibo y reenvío correos, paso horas de mi vida con otras personas, intento incluso ganar parte de mi sustento comunicándome con ellos y en muchas ocasiones tengo que sobreponerme a la incertidumbre de la in-comunicación, de la des-comunicación. ¿Nos entendemos realmente o fingimos jugar a las adivinanzas?

Mi correo electrónico está compuesto por dos palabras Málaga y Habana, de ahí salió ese malagabana que tantos conocen. Llevo una semana pensando si habrá que adaptarse a los nuevos tiempos y a partir de ahora cambiarlo a malagayabeque,
Resulta que el 8 de junio de este 2010 me levanto capitalino y “mayabequiano”, me enteré leyendo la noticia en la web, salió en los periódicos, me la mandaron por correo. Hay de todo, chistes, caricaturas, insultos, defensores y detractores. San José de las Lajas,el municipio en el que nacimos es ahora capital de la nueva provincia de Mayabeque. Hemos ganado en categoría con respecto a capitalidad, pero con lo de mi futuro gentilicio estoy hecho un lío. ¿Somos ahora los mayabequianos ausentes?, ¿o sera mayabequiense?, ¿o mayabequieño?... ¿mayabequiero?... ¿mayabequiés? Todavía no sé lo que soy.
Fuimos lajeros, habaneros, cubanos, antillanos, caribeños, centroamericanos, latinoamericanos, habitantes de la mitad occidental en el hemisferio norte del planeta, muy lejos, bien lejos de los australianos, los árabes o los chinos, en las antípodas.
Pero nada de eso me define, porque como dice Willy Chirino en su canción: “tengo el alma dividida entre Tito Puente y los Rolling Stones”. Me la he puesto varias veces en estos días. Muchos la conocen, se llama Yo soy un tipo típico, la recomiendo, resulta divertido oír la letra y escuchar cómo se las ingenió para contar esa historia de sus mestizajes mezclando músicas en apariencia irreconciliables.
No sé si esta nueva provincia será una nueva frontera, -división político-administrativa-
¿Significará esta separación una forma mejor de mantenernos juntos? ¿Separar para unir?

Hace dos años escribí una carta que nunca envié a sus destinatarias, porque luego de escrita me dio esa vergüenza que me calienta la nuca. Hoy, y a propósito del debate acerca de esa nueva provincia la copio, la pego, y la envío a quienes tenían que haberla recibido y a quien quiera leerla.
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Ann Sittig, María Gravina, Soleida Ríos. Escribo este texto en homenaje a vosotras, que sois para mí esa mezcla de amigas, hermanas, madres y amantes imposibles que me acompañan entre todas las mujeres memorables que marcarán el resto de mi existencia.

Vosotras seréis las primeras en entenderme cuando explique lo que me ocurre cada vez que me da el Malaghabana.

Me dio uno la primera vez que iba caminando sin saber, sin acabar de tomar una decisión y aceptar la idea de vivir en Málaga. Yo pensaba que la ciudad iba a gustarme, pero no estaba muy seguro de si yo le iba a gustar a ella, si me podría adoptar en caso de que yo necesitase ser adoptado de alguna forma, sabéis que eso es lo que le ocurre siempre a los hijos descarriados que se van de la casa de sus padres a probar y a ver qué es lo que pasa en el resto del mundo.

Ya me habían dado varios Habanadrids recién llegado a la capital de España. Y unos intensos y hermosos Valencihabanas y Habanalencias en plena albufera de Blasco Ibáñez, con una puesta de sol que pude fotografiar usando las mismas luces que Sorolla.

Son como ataques que me descolocan, como un alzheimer bonito. Cuando me da el Malagahabana este hoy es aquel futuro que imagino y aún no existe.

Es por esas pastillas que me manda la sicóloga para que esté tranquilo y sea feliz. No me las tomo. Hago tai chi y me aclaro la mente con libros. Escucho música y concibo cosas imposibles.

Esta mañana acaba de darme un auténtico Habanarcelona, con temblores en el espinazo, escalofríos, piel de gallina y palpitaciones en el pecho y el estómago. Lo escribo tal y como lo he sentido. Fue escuchando el disco de los cubanos cantándole a Serrat. Me lo han prestado para que lo copie. Y me revuelve el alma, me desubica, no sé lo que estoy escuchando, ni dónde, no sé si este disco lo oí de joven en mi casa de San José, o si esa versión de “Mediterráneo” lo cantó Serrat anoche en la televisión catalana, para celebrarle el nombramiento por votación popular de mejor canción española del siglo pasado. No sé si esa música es española o cubana, si esos textos son antiguos o actuales, si las melodías son tradicionales o postmodernas, no logro distinguir si lo que oigo es popular o culto, por una parte dan ganas de bailarlas, pero por otra, hay letras que fueron escritas por poetas importantes (de los que te obligan a estudiar en las escuelas) y por lo menos hay que escucharlas con atención para poder enterarnos qué nos dice, a qué le canta este Joan Manolito, que ha puesto a tantos artistas de mi isla a trabajar con él, para él. Y que por él han sacado todas su maestrías, todas sus galas auténticas, y a esa obra original de un catalán le salen unas hijas respetuosas; pero disparatadas y locas, melodiosas, dulces, cantos de trovadores sentidos y de guaracheras trágicas y chusmonas, un producto tan cubano que no sé dónde ni en qué tiempo lo estoy escuchando, porque lo oigo en pleno ataque de habanarcelona mientras esta habitación se inunda de ese disco y os escribo para explicaros esto, que yo sé que me comprendéis si os digo que este descubrimiento es una joya intemporal hija de la globalización y el mestizaje, esa música reúne mis añoranzas y mis expectativas; la desconozco y la reconozco, y me da por pensar que a veces sí pueden ocurrir cosas imposibles y mezclas inauditas en este hoy de pasaportes de tercera clase y barreras electrónicas y monetarias. Viva el talento, viva el talento, viva el talento, y el pan compartido, los sonidos libres y mezclados y volando, viva el mestizaje y la poesía sucia, suelta por los callejones, voceada por poetas incultos y negras gritonas y sudadas; vivan los relojes derretidos de Dalí con los acordes trastocados para que los cubanos reajusten los textos de Miguel Hernández, Benedetti, o Machado y puedan cantar y contar las letras a ritmo de guarachas. Esta música se nos colará por alguna grieta oscura para alumbrarnos y sacudirnos las alas y las neuronas. Esa música es en sí misma un hueco en el tiempo, un túnel por el que me deslizo mientras escucho, escribo y confío en que me entenderéis. Somos del Mediterráneo, y del Caribe: hijos de mares hembras, como vosotras: amigas, hermanas, madres y amantes imposibles que me acompañan entre todas las mujeres memorables que siempre marcarán el resto de mi existencia.

Lunes y 26 de mayo 2000 y 8
Oyendo “Cuba le canta a Serrat”

jueves, 3 de junio de 2010

¿A dónde vas con esa ropa rota?



Me ha costado trabajo, pero al fin he podido comprarme el pantalón que andaba buscando. Muchos de mis amigos me entenderán cuando les cuente que he pasado tres tardes seguidas y hasta por diez tiendas diferentes y nada; yo quería un vaquero “normalito”, pero todo lo que me ofrecían parecía sacado de los almacenes bombardeados tras la Segunda Guerra Mundial.

Os cuento una anécdota:
Cuando vivía en Madrid, y gracias a unos amigos, una empresa me contrataba algunos fines de semana para trabajar en desfiles de moda.
Noooo, yo no desfilaba por la pasarela. Me pagaban por estar entre bambalinas, o dicho con onda: en el backstage; mi misión era ayudar a vestir a los y las modelos… Uno de los trabajos más pintorescos de los muchos que he realizado. Hay que hacerlo a contra reloj, con precisión militar, y el/la modelo tiene que salir impecable y radiante. Y sobre todo con las piezas de ropa sin confundir, porque los dueños de las firmas están entre el público, observando y comprobando que sus productos están siendo correctamente exhibidos, y ay de los pobres vestidores si nos equivocamos de marca, o sacamos la ropa de una firma cuando por los altavoces se anuncia otra.

Muchos de los desfiles en los que trabajaba se realizaban en ferias y congresos del mercado de la moda, los modelos son los encargados de sacar los avances para las temporadas venideras. El público lo componían periodistas, profesionales del diseño, distribuidores, exportadores, ya sabéis, todo lo que vale, brilla y vende en ese gremio. Así que nada de errores. Teníamos que ser extremadamente cuidadosos de no ensuciar o estrujar esas joyas del arte textil.

Mi hijo también echaba una mano de vez en cuando para ganarse unos euros extras. Vestíamos a los chicos. Había llegado a coger tanta pericia en la tarea que era capaz de completar a un modelo con traje de novio en menos de dos minutos, calcetines, pantalones, camisa con gemelos, corbata con pasador, chaqueta, zapatos relucientes… Y aún le sobraba un minuto para ayudarme.

De esto hace ya una década. Y bueno, voy con la anécdota: Un viernes estamos en el backstage, junto a las perchas con la ropa numerada; vamos a trabajar todo el fin de semana en un centro de congresos en Madrid. Acaban de presentarme al joven figurín, casi un niño, al que tengo que ayudar en los varios cambios que hará durante el desfile. El chico revisa el orden en que tiene que sacar cada prenda. Yo miro un pantalón vaquero que lucirá en esa escena de las luces, la música y el glamour, y le digo muy serio: "tú me vas a perdonar, pero el vaquero que te tienes que poner está un poquito roto, tiene varios huecos y desgarrones y unos hilos colgando, aparte de otros como descosidos, está un poco pisoteado por los bajos, por detrás, en la parte de los tacones de los zapatos, además está estrujado, desteñido, y de color así, entre amarillento y gris, como de churre o mugre".
El chico me mira con una mezcla de lástima o asombro; y también como asustado ante este indio putumayo que le ha tocado como colaborador, y me responde con voz fría, de experto aleccionador: "señor, es que ese pantalón es así…"

Por suerte, al chico le llevó menos de tres días darse cuenta de que me estaba quedando con él, porque a partir de ese momento cada vez que lo tocaba pasear aquel asco de vaquerito por la pasarela, unos minutos antes yo le recitaba la misma cantaleta de advertencia y ya hasta me sonreía paciente. Pero todavía hoy sospecho que nunca entendió mis intenciones humorísticas.
Aunque lo verdaderamente asombroso no lo he contado todavía: la verdadera sorpresa del pantalón la llevaba dentro, en el precio de la etiqueta; aquel trapo costaba una fortuna.

Yo me ponía las gafas, miraba bien de cerca la cifra en euros en la etiqueta, y me quedaba como mi pobre abuelita Rosa, que se murió sin llegar a entender la anorexia, por más que yo se lo expliqué, abuela la confundía con la anemia, que de eso ella sí sabía mucho. Nunca entendio cómo en España, famosa por su mucha y su buena comida, los jóvenes se mueren de trastornos alimentarios. "Eso es porque nunca han pasado hambre", decía ella razonando.

Y claro, ni mi abuela ni yo llegaríamos jamás a entender, y menos a aceptar esa tendencia moderna de lucir pálidos, famélicos y con ese look de pobretico-rotoso de mentiritas. Esa belleza que el mercado ofrece es belleza de la fea, estilizada, claro está. Esas divas y divos del glamour que marchan como dioses por una pista de madera enmoquetada a metro y medio del suelo nunca en su vida han tenido ropa fea y vieja y sucia de verdad, mugrienta y apestosa a sudor por la falta de jabón para lavarla, no coleccionaron trapitos gastaditos por el uso excesivo e irremediable, de prenda única, modelo único, porque no había otro, no distinguen las telas desteñidas por falta de tinte, estrujadas por falta de plancha, o de electricidad para plancharla, descosida por falta de hilos y agujas. No han tenido jamás que lucir diseños horrendos, toscos, tristes, repetidos en miles y miles de copias de producción industrial; nunca sustituyeron ojales o ajustaron solapas agarradas con alfileres, no por punkies, sino por la simple falta de botones. Es la paradoja (¿paranoia?) de la abundancia.
No hace falta realzar lo lindo en esta vida. Lo normal es ir perdiendo la belleza, envejecer, despojarnos de cualquier atributo de esplendor. Los chicos y muchas chicas de esta época se apresuran a ello, y ya no quieren ser guapos. Huyen de esa perfección de los diseños y los colores combinados en las ropitas que les ponen desde que son bebés. Parece que aquí la bonitura les persigue desde que nacen y les ponemos esos pañales de papel, absorbentes y funcionales. Son bonitos los pañales, y ni qué decir de los niños que aparecen con ellos en los anuncios de cualquier publicidad.

Pero los herederitos en cuanto pueden independizarse del dogma textil paterno, se compran ropas oscuras, camisetas negras con calaveras piratas, pantalones holgados hasta en tres tallas mayores; se cuelgan cadenas niqueladas y fuertes, se mapean tatuajes explícitos, y se rapan el pelo o se lo dejan largo en mechones locos, verdes, magentas y naranjas. Acaban haciéndose sufrir en nombre de ésa su belleza otra, perforada y atravesada de anillas, argollas y piercings con espinas de acero quirúrgico en cualquier parte que moleste, resalte y asombre. Es lo que hay, lo que ves. Contracultura, creo que le llaman los sesudos para dar alguna explicación coherente a tanto gilipolla que anda suelto por ahí. Ocurre que yo nunca he tenido tiempo, ni ganas, para leerme a fondo esas tesis que los expertos desarrollan en conferencias larguísimas sobre la sociología y la historia en el arte del vestir para justificar lo que ellos llaman tendencias, y sigo con la misma mentalidad de cualquier niño haitiano, o saharaui, que espera la llegada mensual de un camión de las Naciones Unidas con kits de comida deshidratada para refujiados, o miran al cielo a ver si los helicópteros lanzan bolsas con la ayuda humanitaria que se recolecta de entre las sobras y los excesos del primer mundo. Mis ojos son, siguen siendo, los de cualquier guajirito cubano que camina contento y cuidadoso el día en que alguna vez, alguna primera vez, estrena una gorra que alguien compró para él,  o una simple camiseta nuevecita, unos zapatos relucientes, un pantalón sin los bolsillos rotos.