jueves, 21 de octubre de 2010

Cosas que quiero conservar en este blog




¿Quién necesitará, quizás hoy, unos minutos de desconexión?

Aquí hay seis con nueve segundos.

El de la guitarra eléctrica no ha venido, la guitarra está rota, le faltan las cuerdas. Y además no hay electricidad.
En sustitución han mandado a esta japonesa, que intentará hacer lo que pueda con un antiguo instrumento tradicional de su tierra.
Tocará a la luz de una vela como una negra jazzista en una jam session. Su extraña guitarra vieja se montará por encima de los violines, persiguiendo el sonido de esos cuencos iniciales, que suenan como pasos, o como gotas cayendo en cántaros de metal.
Esta diosa de las cuerdas del post de hoy se llama Michiko Tanaka.
Lo que se escucha, según ella, lleva por título: Healing love. (Amor curativo, -que cura) (ojalá)
La descubrí en Spotify. Pero he encontrado este video en Youtube, y me gustan mucho esas imágenes que danzan en los dibujos.
A veces uso esta pieza para hacer tai chi. Me pone como en trance. De verdad.

(Para esa amiga que me pregunta que de dónde saco estos asuntos tan curiosos)

martes, 19 de octubre de 2010

Y ahora… ¿qué hago con mi guayabera?




Mañana es el Día de la Cultura Nacional de Cuba. Estaré muy ocupado trabajando hasta la noche y no tendré tiempo para sentarme a escribir.

Si de algo viven orgullosos los cubanos es de lo que han aportado al arte y la cultura del mundo. Y de lo auténtico y original de las señas que conforman nuestra identidad.

Hace poco leía en el periódico que el gobierno del señor militar presidente de mi país Raúl Castro ordena y dispone el uso de la guayabera como prenda oficial.

Y ya me mosqueé, porque los ordeno-mando-dispongo siempre me mosquean y me ponen alerta, y porque a partir de ahora voy a parecer un funcionario o un poli de la secreta cada vez que decida ponerme una guayabera. Y eso me fastidia bastante. Es que me encantan las guayaberas. De toda la vida.

Fui a una boda aquí en Málaga, todos los señores de traje, y yo con mi guayabera, que encima no era mía, me la prestó un amigo que la tenía porque se la habían traído no sé si de Puerto Rico, Santo Domingo o Miami (sí, en todos esos lugares se siguen cosiendo y vendiendo guayaberas que son verdaderas obras de arte textil.) Era verano cuando fui a aquella boda, y la ceremonia empezaba a las once de la mañana. Todos sudábamos a chorros, pero yo menos porque mi guayabera (prestada) era de algodón refrigerante y mangas cortas. Tenía bordados en los bolsillos. Era de color verde claro. Ya te digo, una joya. Sé que a las tres de la tarde muchos caballeros se aflojaban las corbatas y me miraban envidiosos.
Pero lo mejor fue que nadie me vio como el elemento exótico en una boda por la iglesia de las de aquí de España, en las que la gente (de buen gusto) va estupenda. Y las españolas pueden aparecer luciendo mantillas y peinetas que pertenecieron a sus bisabuelas y que por generaciones cada mujer de la familia usa en actos claves para sus vidas. Ellas jamás van disfrazadas, ellas van así con todo derecho por la simple razón de haber nacido en esta península.

Un cubano se puede casar de guayabera con la misma solemnidad, creo yo y quizás con más sobriedad que por ejemplo Felipe de Borbón, que para mi gusto se casó vestido de soldadito de plomo.
Imagino que un cubano puede leer un discurso en las Naciones Unidas, o recibir un premio Nóbel, (si alguna vez le cae a alguien de por allá) y vaya a esos lugares elegante y correctamente vestido con guayabera.

Quiero un sombrero de guano
una bandera;
quiero una guayabera
y un son para bailar…

Así se canta en el punto cubano, es música de guajiros. Esa letra ha estado en todas las radios, todas las décadas. No se gasta.
Dice que se siguen usando los sombreros de guano; que la bandera aparece siempre donde quiera que suene un son para bailar… Y que la guayabera es como una camisa de gala. Y símbolo de cubanía. Aparece junto con el tocororo (ave nacional), la palma real (árbol nacional), la flor de mariposa (flor nacional), el escudo y la bandera. Aparece junto con el danzón (baile nacional) y todo lo demás nacional que ahora no me acuerdo. En las paredes de nuestras escuelas cuelgan los retratos de un José Martí que nos mira como un Cristo en guayabera. Yo lo veía. En mi aula había uno.

Mi hermano y yo tuvimos unas de niños, llenas de botones minúsculos que servían unos para cerrar ojales y otros de simple adorno en los bolsillos y pespuntes. Frente al espejo nos sentíamos elegantes, limpios, planchaditos nos sentíamos enguayaberados, que era como uno iba a las fiestas.
En esas ocasiones nos parecíamos a nuestro padre, que se ponía sus mejores guayaberas para celebrar o resolver asuntos importantes. Había guayaberas cosidas a mano en encargos especiales porque las usaban los abogados y los banqueros, los galanes de cine, los mafiosos, los cantantes populares y los políticos, los políticos todos, los honestos y los corruptos.
De joven seguí alguna vez usando guayaberas o camisas enguayaberadas, que curiosamente le quedan bien a casi todo el mundo. Y yo, como mi padre, y mis abuelos canarios, (y creo que al igual que otros millones de cubanos) asumí como natural vestirme con guayabera para celebrar o resolver asuntos importantes. Lo habíamos heredado sin decretos. Hasta ahora. Y yo no sé qué mala sombra tiene los decretos, que siempre se cargan la gracia de lo espontáneo.

Pd. Hablando del nombre de la prenda; en un principio las llamaron yayaberas, porque los primeros en usarlas vivían cerca del río Yayabo, en la ciudad de Sancti Spiritus. Allí, en esa ciudad, viven tan orgullosos de su invento que hasta hay un museo de la guayabera.
El nombre se le cambió con el tiempo, dicen que porque los campesinos recogían y guardaban guayabas en sus bolsillos.

Y ya que las menciono; cuando a alguno de mi tierra, (sea del gobierno o no) se le ocurra proponer los dulces de guayaba (en todas sus variedades: mermeladas, casquitos, jalea, panetelas, pasteles, matahambres, …el que sea) como Dulce o Postre Nacional de Cuba, yo me apuntaré para apoyarlo.



sábado, 16 de octubre de 2010

Escrito en primera persona del plural.



Como han corrido tantos ríos de tinta, o de bytes, que es la tinta electrónica de los ordenadores…; hay tanta alegría con el Nóbel a Vargas Llosa, y se ha dicho tanto bueno y tan poco malo sobre el escritor en estos días; yo había pensado no comentar nada al respecto, da un poco de apuro luego de ver los despliegues periodísticos, las oleadas de blogs, los especiales en casi todos los canales de televisión de casi todos los países. Uno se pregunta a estas alturas qué puede aportar al coro de loas.

Pero ocurre que mi amigo Ospina me sugiere que escriba algo al respecto. Y ahí va: Me alegro, me alegro y me alegro.
Es como si nos lo hubieran dado a alguno de nosotros. Es raro decirlo, pero es así; y sobre todo, ese -mealegro- mealegro- y –mealegro- no es hipócrita. Lo sé porque es una frase que me calienta el corazón; la siento primero en el pecho antes que en la boca.

En los últimos años ha faltado ese hervor popular al recibirse la noticia del premio, al menos en lo que respecta a Literatura, a los premiados en años recientes (que deben ser buenísimos, no lo dudo) les ha faltado esa especie de ola humana de gritería y brazos en alto, como las que se hacen en los estadios olímpicos. A Vargas Llosa le hemos hecho la ola.

Ya nos había ocurrido en 1982 cuando nos dieron el Nóbel de Literatura por la obra de García Márquez, quien dejaba constancia de cuánto y cómo sus escritos nos cambiaron las vidas y nos mostraban ante el resto del planeta como habitantes de unas tierras de alucinados reales. Aquella literatura era así porque nosotros, la materia prima de sus historias y personajes éramos así de mágicos, de obsesivos y violentos. El discurso de aceptación del premio fue titulado “La soledad de América Latina”, recuerdo que lo recorté de una revista y lo guardé para releerlo varias veces en el transcurso de los años. Es una pieza de oratoria digna de estudio. Todos nos pusimos de fiesta como ahora con el señor maestro Vargas Llosa.

El 31 de julio, antes de la llegada del Nóbel, yo escribía en este blog, en el post Staycation, que me estaba haciendo un (auto)curso de literatura hispanoamericana con Vargas Llosa. Son tonterías de frases que pongo para divertirme, pero que contienen un trasfondo de verdad; quien quiera saber de buena literatura tiene que leer lo que ese hombre ha escrito.

Le comentaba a mi amigo Ospina que yo quería desentrañar el misterio, el por qué La guerra del fin del mundo tuvo el poder de agarrarme por el cuello, como si una mano hubiera salido de entre las páginas, y me arrastrara literalmente hasta el final. Y quería saber por qué yo me dejaba conducir como un curioso ávido y deslumbrado, sin ofrecer resistencia, sino todo lo contrario.

Me había encontrado en la web, un estudio de una señora universitaria latinoamericana, seguro que catedrática en algo que ahora mismo no recuerdo. Pues bien, esa señora había tenido el tiempo, la paciencia, la inteligencia y el entusiasmo suficientes para desmontar la novela en secciones y piezas, que es algo así como quitarle la tapa trasera al reloj o a la tele, y ver los cables, las conecciones, los circuitos y dispositivos de la trama, del lugar y de esas criaturas extra ordinarias que pueblan y mueven la historia. Leyendo el índice del ensayo me di cuenta de que la señora se lo había currado muchísimo buscando las mismas respuestas que yo y otros millones de lectores. Me propuse una lectura en paralelo del trabajo de la catedrática y la novela.
Así que a mediados del verano iba ya por la mitad de la segunda lectura del libro, y a esas alturas del conflicto mi capacidad técnico-analítica estaba, otra vez, anulada por las escenas en technicolor y en pantalla panorámica que uno imagina leyendo esa obra. Dejé a un lado el trabajo de la catedrática porque ya no quería que me explicara nada más. No podía seguir eligiendo entre una lectura razonada y una lectura sentida, y, obedeciendo a mi naturaleza opté por la segunda, y me dejé arrastrar otra vez hasta el "Yo los vi", final. Uno ve y además oye, escucha disparos, y gritos y rezos, y silencios opresivos ante el altruismo o la insensatez tan humana de esos personajes que se sintieron tocados por Dios cuando “les rozó un ángel.”

Ospina y yo nos hicimos amigos porque nuestros perros se hicieron amigos primero. Y Vargas Llosa y sus libros han sido uno de los pilares de nuestra amistad. Imaginen lo que pueda significar para un escritor, que el contenido de cualquiera de sus obras sea el tema de una charla de sobremesa, o de un paseo tranquilo por la tarde. Siempre que tocamos el tema, Ospina y yo terminamos ratificando nuestra admiración ante este hombre que tiene la rara virtud de escribir libros trepidantes que a veces parecen novelas de aventuras, y sobre todo que parecen logrados colocando las palabras precisas en los renglones adecuados. Así de sencillo.
Esas conversaciones han sido también homenajes anónimos, bastante alejados de los congresos de expertos o los foros universitarios; pero igual de válidos y auténticos; como estas líneas.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Si me comprendieras…, (como dice aquel viejo bolero)




Estudiar magisterio primero y hacer una licenciatura en Pedagogía después, me han dado instrumentos y herramientas para comunicar. En esencia no somos más que eso, comunicadores, transmisores de información. En mi caso proveedor de códigos lingüísticos. Vendedor más bien. Educador creo que ya poco. Entretenedor también bastante, a veces.
Ser maestro novato con veinte años recién cumplidos, y con unas ganas crecientes de contar todo lo interesante y unico que nos estaba ocurriendo en aquella época; me llevó a que comenzara a tomarme en serio la idea nebulosa de que yo “algún día sería escritor”, y que publicaría mis historias, crónicas, cuentos y novelas acerca de los hechos fantásticos que yo deseaba con todo mi corazón ocurrieran en un entorno chato, cerrado y mediocre. Yo estaba en el mundo nuevo de una escuela en el campo, en una isla que en aquel entonces llamaban de la juventud, y yo lo era, eso, joven y curioso, y lleno de expectativas, y de posibilidades.
Las historias las escribí, y hasta las publiqué en su momento, con más que menos fortuna creo yo, tal y como consta en mi currículo y en las fichas personales que piden las editoriales. Que una novela mía fuera comprada por un canal de televisión, me metió de cabeza en el terreno de la adaptación de la historia para una serie de aventuras.
Como otras tanta veces en mi carrera, cuando los del Canal 6 me propusieron que escribiera los guiones, dije que sí…; no tenía ni idea, o más bien un par de ideas vagas y remotas, otro par de ideas distintas y (pensaba yo) que novedosas, y por supuesto, contaba con el atrevimiento que caracteriza a los ignorantes. Pero aprendí, y me gustó, me encantó. Me dejó enganchado. Y desde entonces seguí creyendo ciegamente que con la conjunción de técnica y talento era posible expresarse en cualquier género. Colaboré con cineastas. Me contrataron para la radio. Todo se centraba en lo mismo, en el arte de comunicar, de combinar y transmitir información.
De modo que, cuando un día en Madrid me preguntaron si quería ser instructor de tai chi dije que sí. Ya llevaba algún tiempo como alumno de la impagable profesora Elena Frías, quien me tomó de la mano como a un niño y me puso en aquel camino (y a quien le debo un post en este blog –se lo prometo-); pero no sabía ni la décima parte de lo que con el tiempo supe que tenía que saber. Iba a enfrentarme a otra forma de hacer arte, un arte marcial, el arte del tai chi que se escribe con todo el cuerpo y la mente.
El maestro Xia nos trajo el nombre: “Xin Yi” (Corazón-Mente)
Fui el primero -y creo  que hasta ahora el único cubano- que aprendió ese estilo, y que todavía hoy lo transmite de forma profesional como instructor. Mi número de carné de socio de la Asociación Española de Ti Chi Xin Yi fue la curiosa y simbólica cifra: cero ciento uno; 0101 (Ying Yang Ying Yang) Cien españoles y un cubano. Mira, a uno siempre le alegra ser el primero en algo.
Saber pedagogía, las ganas, y el atrevimiento, me ayudaron a desempeñarme desde el comienzo. Otra vez me vi, como en ocasiones anteriores, en la situación de aprender de prisa para enseñar a otros lo aprendido. Estuve más de una década entrenando un mínimo de dos horas diarias, fines de semanas incluidos. Y echando mano a mis recursos de comunicador y pedagogo, me encontré al cabo de los años frente a todo tipo de personas, de entre las cuales, los grupos más singulares y únicos, el reto más alto, fueron los talleres experimentales con alumnos sordomudos. El tai chi para ellos iba a ser una terapia, y para mí una revelación.
Por eso, si me comprendieras(rais), como dice el viejo bolero, …tan siquiera un poco… se podrá entender mi encanto ante estos artistas todos sordomudos, en el video que acompaña a este post de hoy, que agrego como regalo a mis amigos. Hoy hace un año que comencé Sabiapalabra.