domingo, 20 de junio de 2010

Un año sin Vicente





Toda la noche del sábado hasta la madrugada de hoy domingo, el canal Telecinco ha estado dedicando una especie de maratón a la memoria de Vicente Ferrer en el primer aniversario de su muerte.
Suelo evitar mucha de la programación de esa cadena, paso por encima de ella de puntillas o simplemente me la salto sin mirar; sobre todo las noches de los sábados que son las preferidas para montar esas “tertulias” de cotillas y famositos que se gritan y pelean entre ellos. Pero esta noche ha sido diferente; Telecinco se suma y apoya con toda la fuerza mediática que posee para respaldar la plataforma popular que propone el Premio Nóbel de la Paz para la fundación que lleva el nombre del desaparecido filántropo, cooperante y humanista. Bien por ellos.

Durante las más de cuatro horas que ha durado el programa, con entrevistas, invitados especiales y reportajes sobre el trabajo de la fundación, los de la tele no han dejado de insistir en el reclamo de apoyo y divulgación de la obra de Vicente Ferrer, sobre todo para que la propuesta al Premio Nóbel tenga más fuerza a nivel internacional.

Por eso escribo estas líneas antes de irme a dormir; sé que este blog es una gota en el océano, la pata de una hormiga, pero no me importa. Conocí a Vicente personalmente y pude hablar con él en dos oportunidades, la última en Madrid, en el año 2004 cuando presentaba el libro “Encuentros con la realidad”; que había escrito basado en sus experiencias como fundador de un proyecto encaminado a cambiar las vidas de miles y miles de personas tanto en la India como en el resto del mundo, aquella vez en Madrid fuimos a verlo y a que nos firmara el libro, y fuimos a escucharlo hablar; oirle narrar su vida como quien cuenta sueños y quimeras en voz alta

Pocas personas han logrado impactarme tanto como lo hizo Vicente Ferrer con su presencia frágil y su humanidad fuerte, iluminada.

Éste es un mundo de vanidosos y encumbrados, todos lo sabemos, y quien puede hasta disfruta de ello; quizás la vanidad y la pompa los hace más felices o más temibles, lo ignoro. De Vicente Ferrer conservo una anécdota que es una lección magistral de humildad. Intentaré contarla lo más parecido a como la viví:
De entre los numerosos premios y reconocimientos que recibió a lo largo de su vida, el Príncipe de Asturias de la Concordia, en el año 1998, contribuyó a darle más notoriedad a su trabajo, lo que Vicente llamaba “la revolución silenciosa”; y a que se crearan más subsedes o delegaciones de la fundación en distintas ciudades de España.

A principios de la década del 2000, los directivos de la delegación en Alicante avisan a mi amigo Gonzalo de que Vicente se encuentra de visita en esa ciudad para dar una serie de conferencias y contactar con amigos y patrocinadores. Gonzalo ya conocía a Vicente desde tiempo atrás y me preguntó si quería acompañarlo hasta Alicante para saludar a Vicente en persona. Dije que sí y allá nos fuimos.

Recuerdo encontrar aquel abuelete con pinta de jubilado octogenario, flaquito, vestido con una camisa sencilla, un pantalón oscuro, y sandalias sin calcetines. Recuerdo que en una sala de conferencias vimos un documental sobre su vida, y luego Vicente contestó preguntas del público, habló de hospitales para ciegos, de microcréditos, de proyectos hidráulicos, de escuelas infantiles; de todo lo que le faltaba por conseguir... Recuerdo que yo pensaba en Gandhi, que lo miraba como si un Gandhi blanco y vivo estuviese ante mí.
Luego de la charla, un pequeño grupo de personas nos retiramos a un salón aparte para tomar un aperitivo antes de irnos a cenar, y ahí fue cuando nos acercamos y me llamaron para las presentaciones. A Gonzalo lo reconoció de inmediato y dijo recordarlo. Yo le estreché la mano y le dije que estaba impresionado y contento de haberlo conocido, esa cosas que se dicen en los encuentros con las personas importantes. Vicente nos preguntó que qué tal nos iba la vida en Alicante, y cuando le contestamos que no vivíamos en Alicante, que seguíamos en Madrid; que de hecho aquella era la primera vez que yo estaba en Alicante, que habíamos hecho el viaje porque nos dijeron que él estaba allí; como si no fuera merecedor de aquel gesto; nos miró con auténtico asombro y le preguntó a Gonzalo: ¿Pero habéis hecho el esfuerzo de venir desde Madrid hasta Alicante sólo para verme?
Yo me quedé arrobado, sonriendo, afirmando con la cabeza, sin saber qué más decir.

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