Es que son canciones de las de rasgarse la ropa y mordernos los puños mientras las escuchamos; de esas que hacen que veas momentos de tu vida como a trozos en la pantalla de una telenovela, como video clips, casi todos en exteriores, playas, llanuras, picos de montañas, amaneceres, puestas de sol, o en interiores, en cabañas de piedra, chimeneas con fuego bonito y sin humo, y afuera lloviendo o nevando, según; o con luna enorme de verano y estrellas fugaces. Uno escucha, suspira y va como elevándose por dentro, a sabiendas de que está haciendo el ridículo, de que te estás poniendo ridículo, kitsh, almodovoriano, latino-dulzón, azucarado, meloso, melcochoso-melancólico, uno se está haciendo sufrir, aporreándose los tímpanos y empalagándose el alma, con esa voz que canta como a gritos y reclama afectos que ya no pueden ser; esas voces prometen fechas y cosas que no se cumplirán nunca, recuerdan juramentos de amor que ya no tienen sentido… Prestarles atención, hacerles caso, te hacen acabar cayendo de barriga sobre el colchón, anegaditos en llanto, o borrachos perdidos, a rastras por el suelo, hipando baladas, soltando el galillo junto con Marc Anthony, (que ése sí lo hace bien)
A Marc Anthony esas canciones le salen bordadas. Una hora a solas, un sábado por la tarde, con su disco “Iconos” (de este 2010) da una terapia de mejor resultado que con una sicóloga de las de tarifas altas. Al final del atracón, te lavas la cara con agua fría y luego sueltas tres suspiros de los gordos mientras te secas el rostro frente al espejo. Verás. Te quedas como nuevo.
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