sábado, 17 de abril de 2010

No voy a ir a Oxford ni un carajo.


Creo que ya nunca iré a Oxford a terminar ese master carísimo. No podré terminarlo porque nunca lo empecé. Los expertos que me iban a instruir en los secretos de la lengua y la cultura británicas se han quedado esperando mi matrícula y sus dineros. Lo siento más por ellos que por mí. Mis universidades de la vida han sido también como las de Gorki.


Leí aquel libro de la entonces editorial soviética MIR: “Mis universidades”, de Máximo Gorki. Fue a instancias de mi padre (que aunque era un anticomunista furibundo y un desconfiado de las historias sobre las maravillas soviéticas), me dejó claro que había cinco clásicos de aquella tierra que no podía ignorar: Turgeniev, Chejov, Tolstoi, Gogol y Gorki.

Cuando leí “Mis universidades” yo aún no tenía muy definidas mis vocaciones ni mi futuro profesional. Con sólo 16 años y unas ganas feroces de aprender; leía con el respeto y el candor que uno pone ante los clásicos a esa edad. Recuerdo que iba por la mitad del libro, el personaje Gorki contaba capítulo tras capítulo que se estaba preparando para realizar su gran sueño de entrar a la universidad mientras pasaba más trabajos y más hambre que un perro amarrado a una carreta, en ese tiempo aprendió a ser pintor de brocha gorda, ayudante de panadero, camarero de barco, vendedor de bebidas y hasta empleado de ferrocarriles.
Ya casi terminando la lectura de las últimas páginas, yo todavía seguía peguntándome y esperando el momento de verlo entrar a las aulas universitarias. Me negaba a aceptarlo; un artífice de la cultura rusa no podía ser aquel protagonista autobiográfico semianalfabeto, con nivel académico de niño de primaria.

Las universidades le enseñaron a vivir. A escribir aprendió solo.

Terminar la universidad fue uno de los retos más bonitos que pude llegar a cumplir. Y salir de la fiesta de graduación con el diploma en la mano, no me aliviaba de la certidumbre, o la incertidumbre de que sabía menos de lo que se esperaba de mi, yo sabía que sabía menos de lo que decía ese diploma de licenciado, por el simple hecho de que mucha de la información que acumulé para los exámenes la había olvidado, o dudaba de su veracidad; pero como estudiante no discutí nada, engullí y aprobé exámenes con resultados regulares, bienes, excelentes y hasta algún que otro sobresaliente. Fueron muchas asignaturas durante seis años seguidos. Trabajaba y estudiaba. Fui el primero de mi familia en conseguirlo. Pero mi madre nunca colgó el título en la sala de la casa. Todavía anda por ahí enrollado en un cajón.

Más que un hombre culto o instruido, me interesaba, y me ha interesado siempre ser un hombre ilustrado, acercarme a esas formas del pensamiento que conducen a la racionalización de las ideas, la civilidad en las costumbres, la ilustración del intelecto. Lo digo muy en serio.

En la universidad de mi época, en lo concerniente a literatura norteamericana y británica nos dieron un barniz y cuatro pinceladas con matices ideológicos. A la literatura ruso-soviética nos acercamos con amor indiscutible, a la del capitalismo, escrita en la lengua del enemigo había que entrarle con guantes, mascarilla y el cerebro desinfectado de antemano, esterilizado.

Hoy ya estoy curado de espanto. Mis universidades continúan siendo aquellas mismas en la que estudió Gorki. Sigo con esa curiosidad divertida y la misma sensación de hombre ignorante que, gracias a Internet, por ejemplo, ahora mismo recién se entera de cosas que otros ya sabían y manejan desde siglos. Me da igual, sigo haciendo mis cursos y mis másteres del universo por cuenta propia. Este invierno mis asignaturas han sido D. H. Lawrence y Graham Greene, de este último estoy terminando “Nuestro hombre en La Habana.” (Our man in Havana)

Jim Wormold, el protagonista, tiene una tienda fracasando en la calle Lamparilla, pretende extender la venta de aspiradoras en una isla donde ya entonces, como en la actualidad, había apagones. Our man in Havana es una novela de falsos espías.

Al menos Greene, hizo el bachillerato en la ciudad de Oxford en el Colegio Balliol. De ahí salió para Nottingham a estudiar periodismo. A partir de entonces vivió de escribir. Y lo que dejó escrito está de alguna manera permeado de esa ilustración que comenzó a florecer en las universidades inglesas hace más de dos siglos.
Son mis descubrimientos en esta especie de postgrado autodidacta que me instruye y me entretiene. Es como un reciclaje que me hace además disfrutar de guiños y detalles que ningún circunspecto británico puede detectar en el escenario de esa novela inglesa; el escenario, esa “Javana” que es como parece que suena el nombre de nuestra ciudad.
Havana filmada en el blanco y negro de l959. Así aparece en la película original, estrenada aquel año. Graham Greene es también el guionista. El atractivo de mi aprendizaje es doble. Veo fragmentos de 10 minutos en Youtube y voy leyendo por las noches antes de dormir, un capítulo o dos. Y voy a la vez poniéndome tareas para buscar al día siguiente información adicional y entender detalles que se me escapan. Ejemplo: Por qué el libro que usan los espías para mandarse mensajes en clave se llama Lamb’s Tales from Shakespeare.
Veo esa Havana de mi remota infancia, y escucho y huelo. Mi posición de espectador no está situada detrás de la cámara, sino en la calle, en los exteriores reconocibles y archifotografiados. Todo de memoria, mis recuerdos saliendo de la también remota memoria. Aquí en Málaga redescubro La Habana a través de una novela inglesa convertida en película. Y aunque parezca que no. Todo tiene sentido y gira y se cierra en un círculo.

Volviendo a Lamb, fui a enterarme de que además de cordero en inglés, es el apellido de un ensayista de ascendencia galesa. Resulta que este señor adaptó e hizo accesible a los niños las historias de Shakespeare. Y ese famoso libro para niños es el que se usa en la trama como instrumento para codificar mensajes. Y de paso, pule el idioma y da la oportunidad a Greene de colar citas de Shakespeare en su novela. Muy cool y muy currado porque la historia entretiene, hace reír y enseña.
Y da un tijeretazo en el tiempo, corta, pega y superpone dos imágenes y dos épocas aquel entonces con este ahora. Lo digo en la foto que acompaña este post.

1 comentario:

  1. Ay, la universidad. Era en sueño de mi infancia y tenía cerebro de sobra para cumplirlo, pero, mi madre, que era quien mandaba en casa, me lo impidió con este razonamiento: "Tu hermano se casará y tendrá que mantener una familia, y tú, te casarás y te mandentrán, así que, para qué vas a estudiar?". Curioso esto porque ella había ido a la universidad en los años 30, cuando casi ninguna mujer lo hacía. Yo leía a escondidas los libros que sacaba de la biblioteca del colegio, fui una devora-libros. Luego, resultó que mi hermano se quedó soltero y vivió más de 50 años en la casa paterna, con todo resuelto y sin tener que mantener a nadie. Yo, me encontré con 24 años sola con una hija de 3 y medio en una España en la que una mujer que se quedaba viuda o se separaba pasaba a ser el "felpudo" en el que muchos creían que se podían limpiar la basura de los pies. Pobre mi madre, no dió ni una conmigo. Bueno, pues 40 años después, resulta que mi universidad ha sido la vida misma, amén de todo lo que he leido y estudiado por mi cuenta y razón. Así que no me molesta la falta de un título universitario. Eso sí, el día que deje de tener curiosidad por saber y ya no me sorprenda nada como para intentar aprenderlo, que me vayan preparando el pijama de madera.
    Un abrazo. Teresa.

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