viernes, 2 de abril de 2010

El patito en la maleta

Obra en bronce del escultor José María Córdoba por encargo de la Casa Real Danesa, nos presenta al escritor danés sentando en un banco, en actitud relajada. Una escena que podría reflejar a la perfección algunos de esos momentos que el autor de La Sirenita pasó en nuestra ciudad durante los primeros días de octubre de 1862, y que recogió en su obra Viaje por España. Cautivado por la belleza de Málaga, por el mar, su luz y su gente, Andersen llegó a escribir que "en ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga". La obra invita a acercarse y a sentarse al lado de la figura del escritor, a admirar y sentir respeto por su obra y apreciar su forma pionera de viajar siendo uno de los primeros viajeros cultos del siglo XIX.

El texto que publico a continuación fue escrito  a finales del verano de 2007. Hoy lo reproduzco aquí como homenaje al 205 aniversario del natalicio del escritor. Las fotos son también de aquel verano.

Había una vez un niño flaco y largo, casi un garabato de niño, que no tenía con quién jugar sino con unos bamboleantes muñecos de palo. Su padre era el más pobre de los zapateros remendones, su mamá no sabía leer; los tres vivían en un solo cuarto que era, a la vez, taller y sala, dormitorio y cocina. Pero si aquel niño –fíjense en esto–, hubiese podido escuchar estas quejas sobre su hogar estrechísimo, nos habría advertido con una voz firme y resuelta: «Pero de las paredes colgaban cuadros, sobre la cómoda había hermosas tazas y estatuillas de vidrio... Pero la pequeña habitación me parecía grande y rica.» Pues aquel niño era capaz de ver –¡con qué mirada penetrante y pura!– la extraña belleza que se oculta en todas las cosas, aun en las más menudas, en las más desdeñables."   Eliseo Diego.
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Esta mañana te he visto de espaldas. Yo estaba sentado en ese banco que está debajo de una palmera, un poco detrás del tuyo. Yo pensando, meditando acerca de la inutilidad de muchos monumentos. En tu caso, Hans, te han cogido de reclamo turístico.

Como en tu banco hay un espacio vació en el que caben una y hasta dos personas, todo el que puede (sobre todo los turistas), se sienta y se hace la consabida foto contigo. Yo todavía no me la he hecho, y eso que llevo tiempo deseándolo, es que casi nunca tengo una cámara a mano cuando paso a saludarte.
Pues eso, que estaba pensando en lo inútil de los monumentos y las estatuas que se van oscureciendo y ensuciando con el smog, las calimas y el salitre de Málaga. Y con la indiferencia burlona del desconocimiento. Yo soy un ignorante, Hans, pero siempre el misterio de la sabiduría que hay en otros me ha infundido un respeto casi mágico. A veces, esa sabiduría es destilada en palabras que, según se coloquen a la hora de decirlas pueden desembocar en poesía pura. Hay poetas que lo han logrado. Sus versos son como estiletes de sonidos que atraviesan desde el centro del cráneo hasta las plantas de los pies, y ese rastro caliente que dejan dentro, está lleno de revelaciones en las que alumbra la sabiduría. Cuando ese rayo te traspasa no te importa luego erigir un monumento al escritor que te hizo más persona de lo que eras antes de leerlo.
Lo primero que llama la atención de ti cuando uno se acerca a tu monumento en la Plaza de la Marina en Málaga, es el cacho de sombrero que te han puesto en la cabeza. Es un sombrero de risa; bastante similar a los que llevas en las fotos de la época en que ya eras famoso y reconocido como cisne-fénix emergente de entre las cenizas mojadas de tu fealdad. Eras feo con cojones, Hans. Y como si ya eso fuera poco eras, según dices y dicen: retraído, sensible y hasta un poco mariconcito, (todavía hoy no reconocido oficialmente. Nunca se supo.) Eso te quita o te añade méritos, según donde y quien lo mire.
Eliseo Diego te quiso mucho, y me hizo quererte. Gracias a Eliseo, los niños cubanos de mi época tuvimos la oportunidad de leer las primeras traducciones de tus cuentos que se imprimieron en la llamada Cuba post-revolucionaria.

Nací ciento cincuenta y un años y un día después que tú, Hans; también en una isla. Tú en la de Fionia en la lejana Dinamarca de 1805; yo en Cuba, la del Caribe. Tú el 2, yo el 3 de un mismo mes de abril, a miles de kilómetros como abismos entre nosotros. Yo también era bastante feo, aunque no tanto como tú, la verdad sea dicha sin que ofenda. En realidad nunca me importaron tu cara de caballo, ni tus ojos de carnero degollado, si no las lágrimas, las asombrosas lágrimas que me mojaron la cara cuando terminé de leer, por primera vez y por cuenta propia aquella versión traducida por Eliseo Diego de El Patico Feo. Yo tenía seis años y recién descubría cómo uniendo las letras de las palabras línea tras línea, podía uno enterarse sin ayuda, del contenido de la historia más tierna y conmovedora que había encontrado hasta aquel momento de mi corta vida.
Mis llantos de por entonces habían sido siempre motivados por broncas, celos, hambre, golpes, caídas, pescozones, miedos, caprichos, pataletas o amenazas. Pero nunca antes por el asombro o la conmiseración; hasta que cayó en mis manos aquel libro con ilustraciones a media página, y letras grandes, en el que yo pude enterarme, con un creciente nudo en la garganta, de las desventuras de un patito diferente.
Llegar al final de la historia y echarme a llorar sobre las páginas fue como la explosión de un alivio desconocido e inquietante.
Mima, -mi madre- se alarmó bastante con aquel inexplicable llanto de su hijo más pequeño que recién aprendía a leer, y me dijo que no era para tanto, que ya crecería y que no se podía ser tan comemierda en esta vida. El consejo no me sirvió de mucho. Los que lloramos con tu patico, Hans, seguimos siendo: (-aparte de raros-) cursis y sensibleros, qué remedio. Además, mi madre, como la tuya, era también lavandera. Sé que lloraba remojando sus brazos en el agua jabonosa de la batea bajo un naranjo en el patio de mi casa; lavando enormes tendederas de ropa ajena y escuchando rancheras y boleros sobre amores desesperados e imposibles que, según los expertos de hoy, son parte de nuestra cultura nacional y latinoamericana. Son mis herencias; junto con las películas en blanco y negro de una Libertad Lamarque, que siempre se sacrificaba por amor, o del Jorge Negrete, y el Hugo del Carril, machos, muy machos, re-machos que nos enternecían con sus voces profundas y sus cantos a las novias fieles y a las madrecitas abnegadas.
Con el tiempo me tranquilizó saber que a cientos, a miles, a millones de niños en todas partes le había ocurrido lo mismo: las llantinas con tu pato. Y que sigue ocurriendo más de medio siglo después de mi nacimiento; más de doscientos después del tuyo, Hans; como demostración de eso que los expertos llaman ser clásico y universal.
Y lo sé, sobre todo, porque acabo de verlo esta mañana; que estaba yo sentado en ese banco debajo de una palmera, un poco detrás del tuyo. Yo pensando, ya te digo, meditando acerca de la inutilidad de muchos monumentos.


Fue cuando observé lo que te venia para arriba, Hans, el montón, la horda, la jauría de niños de distintas edades, acalorados y vociferantes que se acercaban por la acera, conducidos por varios profesores; seguro que rumbo a la playa de La Malagueta con eso de los planes de vacaciones escolares. En cuanto distinguieron tu hoy ridículo sombrero antiguo, fueron a por ti, a ver si podrían quitártelo de sobre tu cabeza, a tirarte de la narizona que sobresale de tu cara de caballo triste… a reírse de tus zapatos deformados y gigantescos, a ver qué podrían llevarse de ese maletín medio abierto, ese maletín con pinta de destartalado que el escultor que te recreó dejó como al descuido ahí, sobre el banco, bajo tu mano derecha…; ese maletín que prueba que fuiste un viajero incansable y un escritor indeleble, capaz de hacernos vibrar con emociones recién estrenadas en la infancia, de ser compasivos con un patico feo y desamparado, como ese que asoma su cabeza medio deforme por una ranura en el bolsillo, un pato raro y menudo, que al ser descubierto hace que al niño burlón se le asombren la sonrisa de guasa y la mirada de mofa y te conozca, Hans, te re-conozca. Tú eres ese, eras aquel que inventó la primera historia que nos conmovió sin esperarlo, que nos recolocó conceptos como belleza o triunfo. Lo sé, porque lo estaba observando desde ese banco, un poco detrás del tuyo: Vi que, cuando el niño más cabrón y desobediente, jefe de la horda que acosaba tu inútil monumento descubría el pato asomando por un costado del maletín; la cara le cambió, y el gesto, y los movimientos…

Los profesores lo llamaban para que se uniera al resto del grupo rumbo a la playa de la Malagueta; pero el niño no hacía caso, Hans; seguía ahí, sentado en tus rodillas, con la cabeza recostada sobre tu pecho, de repente callado, de repente tranquilo, pensando quién sabe en qué; sin dejar de mirar al bolsillo del maletín por el que asoma un conocido patito desgreñado. Los turistas, ya sabes, aprovecharon el instante; hicieron montones de fotos.


Bueno, al final ya está; la consabida foto. El del patito feo y el del perro lindo. Detrás ese banco en el que me siento a mirar la ciudad junto contigo, Hans.

2 comentarios:

  1. Creo que todos hemos leido los cuentos de tu amigo Hans, y también se nos han escapado nuestras lagrimitas en su día. Bueno, ya que has cumplido años el día 3 pues MUCHAS FELICIDADES!. Has cumplido 54? pues ESTÁS ESTUPENDO, de verdad.
    Un abrazo chillao.
    Teresa.

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  2. Había escrito un comentario, pero, ha desaparecido. Venía a decir que todos hemos leido los cuentos de tu amigo Hans y hemos echado nuestra lagrimitas. También te felicitaba por tu cumple y te decía: "has cumplido 54? pues ESTAS ESTUPENDO, de verdad". Así que lo repito ahora.
    Abrazo chillao. Teresa.

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