domingo, 31 de enero de 2010

Lista de escucha



Hasta los presos cantan. Esto que escribo hoy va de la libertad de cantar, y de la libertad de escuchar. Y de escoger a quien escuchar. Hablo de música, no de política. En casa me han sermoneado hace pocos días para que no me meta en nada de eso y no me busque problemas.
Así que me tomaré una pastillita para la tensión y hablaré de música. Soy asiduo de Spotify desde que un joven amigo me mandó una invitación para que me hiciera usuario de esa Web. Spotify es una especie de emisora de radio con anuncios breves, archivos de cantantes, grupos y orquestas; es una fonoteca gigante. La música se puede escuchar online y quien pueda permitírselo compra copias de canciones o discos enteros. Este tipo de híbrido está teniendo éxito en la red, me consta que cada vez son más las personas de mi entorno familiarizadas con ese portal; que es -junto con Wikipedia- como una caja de Pandora. La abres, tecleas un nombre y los esquemas revientan, las normas saltan, las barreras se rehacen, los grupos aparecen en otro orden. Los listados pueden acumularse por fechas, lugar de las grabaciones, casas discográficas; asombra comprobar las vueltas que dan los discos y los artistas desde eso que se llama lugar de origen, hasta nuestros oídos finales.
Tenemos las músicas al alcance de la mano, las voces y los instrumentos, los sonidos experimentales obtenidos con rayos láser, los antiguos cantos de coros a los que llaman “primitivos”, los virtuosos de la música clásica, las bandas sonoras de películas. Encontramos talentos desconocidos, glorias olvidadas, artistas comprometidos con sus búsquedas expresivas, artistas comprometidos con luchas sociales, artistas comprometidos con sus casas discográficas, otros comprometidos con sus cuentas bancarias, con sus dioses, con sus patrias o sus patrones. Los hay admirados y odiados, santificados y traidores. Me da igual.
Da exactamente igual. No necesito la biografía de Bach para que algunos fragmentos de los conciertos de Brandenburgo me sigan poniendo los pelos de punta, que eso, en esencia es lo que busco cuando quiero escuchar música buena, esos escalofríos y esas cosquillas en la espalda.
Mi lista de escucha es larga y variopinta, está llena de bandos, trincheras, fronteras y enemigos mutuos. Es una guerra que no cesa, prohibirnos los unos a los otros, tú no cantas aquí..., tú no escribes aquí..., te machaco tus discos..., te quemo tus libros..., te tapo la boca..., te tapono los oídos..., te niego el visado..., etcétera, y más etcétera. ¡Qué jartible¡ como diría una malagueña amiga mía. Qué hartos estamos. Qué hipócritas todos. Que hipócrita sería si tuviera que negar mi gusto por los Van Van, por ejemplo, renegar de todas las horas de mi vida que he sudado a chorros bailando con ellos, gozando por los pies hacia arriba. Los Van Van han sido y son capaces de provocar la alegría y el entusiasmo en torbellinos y oleadas. Saben hacerlo. A donde llegan ellos se acabó la parsimonia y el estiramiento. Que Juan Foremll y los Van Van toquen en donde quieran hacer sonar sus instrumentos. Y no acusen más a esos músicos, que si alguna falta han cometido en estos más de treinta años de quehacer como orquesta, es a mi juicio, la del exceso de populismo y chabacanería en sus letras. Ahora, hoy, otra vez, con motivo de su gira norteamericana, a Formell y sus músicos los ponen a parir y los acusan de todo.
Me ha dado vergüenza leer algunos comentarios en foros cubanos sobre la persona de Juan Formell, que tiene lo que se ha ganado con el talento de su trabajo COMO MÚSICO. Me pregunto que hasta cuando vamos a seguir culpando a la música y a los músicos de los problemas que los políticos (y los pensadores, y los presidentes o los militares, y los religiosos, y los banqueros, y la madre de los tomates) no han sido capaces de resolver en medio siglo en Cuba.


(foto: Los Van Van, hace tres veranos, en Madrid)

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