viernes, 30 de diciembre de 2011

Hoy voy a hablar de mi Esperanza (y sus antecesoras)







La Esperanza se me ha estado muriendo. Lo sabía desde hace meses, lo notaba. Cada día le va costando más trabajo arrancar. Cada día va perdiendo velocidad; se le aflojan partes de su cuerpo, tiene problemas para detenerse en seco, para subir cuestas. A muchos nos ocurre.
Esperanzita  ha estado haciendo lo que puede, pero sé que le exigimos demasiado, y ella ya tiene sus años. Estaba retirada y sin nombre hasta que me la trajeron para ayudarme a sobreponerme del secuestro de su antecesora. Fue la sustituta de Ultimia la Inglesa.
Esperanza…, la llamé así porque es verde y porque quise protegerla con el nombre completo: “Esperanza de que no me la roben…” Soy un perdedor de bicicletas, me apena reconocerlo, pero ha sido así desde que tengo memoria.
Y pese a todo soy un bicicletero crónico.

Aviso
La palabra bicicletero no está en el Diccionario (me advierte la RAE)
Pero es que yo no soy ciclista; soy bicicletero, de toda la vida, y me considero como tal, aunque el diccionario de la Real no me reconozca.
Bicicletero feliz, distraído y sin suerte, del tipo al que siempre le roban las bicicletas. Que yo recuerde he perdido nueve. Todas con nombres de chicas:

 La Niágara Chiquita. Primera bicicleta semi-de verdad, de las medianas tirando a pequeñas, heredada de un primo grandulón; con ella sentí las conocidas cosquillas iniciales dentro del estómago risueño cuando logré equilibrarme y mantenerla entre mis piernas. (Desaparecida en el primer momento de distanciamiento y distracción.) (Primeras lágrimas amargas, culpas y auto reproches.)

La Checa. Bicicleta de verdad-verdadera, me resultaba muy grande para mi estatura, y me caí tantas veces con ella que le cogí miedo. Llegué a quererla cuando estiré un poquito y aprendí a montar seguro. Con La Checa, que compartí en propiedad con mi hermano mayor, nuestros padres nos permitían ir, solos y por nuestra cuenta, a ver a nuestra abuela Rosa, hacer mandados, llevarla a la escuela y dar paseos por otros barrios; verdadero regalo de los últimos y definitivos Reyes Magos que llegaron a mi pueblo a principios de los 60; (hurtada del propio patio de mi casa.) (Sospechosos: vecinitos del solar adyacente, mataperros con padres sin dinero para juguetes.)

La Tanqueta  Especie de institutriz norteamericana. Bicicleta-coche oficial de mi padre, matriarca intocable y mula de carga que ayudó a mi papá a moverse por el pueblo curando personas. Cargó niños, sacos de boniato, gallinas, piernas de puerco, cajas de cerveza, y hasta materiales de construcción. Nos dio de comer y de beber Se la podía acoplar a una carretilla para que tirara de ella, o de una tablón con ruedas sobre el que descansaba un tanque lleno con 55 galones de agua. Lo aguantó todo, lo resistió todo. Mi hermano mayor la heredó formalmente tras la muerte de nuestro padre, pero todos contamos con ella en cualquier momento que la necesitamos. Ella también murió de puro desgaste físico, perdió los frenos y se volvió vieja e incontrolable. Acabó hecha un armatoste inservible y demente colgando de una pared en el fondo de la casa. De ahí se la robaron (creemos que los hijos de los mataperros que nos dejaron sin La Checa); se llevaron sus huesos, lo que quedaba de sus hierros fuertes y pesados. Sabemos que los ladrones se los vendieron a un chatarrero.
Hoy en día mi hermano el menor, que vive en Valencia, posee una especie de réplica “in memorian” de aquella que fue como una de nuestras madres.

La Olvidada (Nombre acabado de inventar, hoy no recuerdo si tuvo alguno) Toda esa época esta ida de mi memoria. (No tuve más remedio que renunciar a ella como consecuencia de un divorcio, fue repartida en un lote junto con libros y objetos varios.) Lo que sí recuerdo claramente es su color chocolate rojizo. Y lo más importante: Fue la única con  un pequeño asiento de madera acoplado en la barra del cuadro; sirvió para sentar y transportar a mi hijo de entonces dos años. Fue su primer trono móvil.

La Friki. Era extranjera, japonesa, ultramoderna y muy avanzada para su época. Tenía un gran problema ideológico: No era socialista; en un aparcamiento de bicis proletarias ella se veía como una turista despistada y burguesa. Todos, incluso yo, la mirábamos con una mezcla de envidia y extrañeza, ella era como de otro mundo, más guapa y más veloz. Mi hijo la llamó así cuando le pegunté qué le parecía mi nueva bici: “Se ve muy friqui”, me dijo. Para mí friqui era sinónimo de rara, para él, friqui era sinónimo de moderna. El nombre me hizo gracia y se lo dejé. Pero La Friki me salió enfermiza y caprichosa, inadaptable a la sociedad cubana de los 80, chica capitalista, le afectaba vivir en el trópico y me costaba mucho mantenerla y conseguirle las medicinas, en el mercado disponible no había piezas para repararla, ni neumáticos para sus llantas tan flacas. Tanto ella como yo vivíamos sobresaltados de que la secuestraran, o de que la policía nos detuviera en cualquier momento para preguntarme qué hacia yo andando por la calle con una extranjera sin identificar.
(Ésta no me la robaron, se la vendí a alguien con el deseo de que le diera mejor vida de la que yo podía ofrecerle o para que fuera a parar a manos de algún extranjero como ella que hasta pudiera sacarla del país.)

La Verdolaga. Adquirida por meritos laborales en aquella época ingenua, romántica y feliz en la que a un buen trabajador se le premiaba con una bicicleta procedente de un país hermano. Habría querido llamarla Esmeralda, era de ese color, pero cuando estuvo conmigo había una heroína protagonista de una radionovela popular interminable que se llamaba así, y que sufría capítulo tras capítulo. Parece que Esmeralda es nombre de sufridoras. Y esta Esmeralda-Verdolaga disfrutó sufriendo. Lo suyo era el excursionismo y la aventurera. Le encantaba llevarme a la playa y de acampada. Era una rusa fuerte, y se veía estupenda cargada con una mochila y una tienda de campaña naranja abultándole el trasero. (Se la robaron  a mi hermano pequeño, otro distraído y atolondrado Peter Pan de aquella isla del nunca jamás.)

La Vaca Azul. Fue mi hijo quien también la bautizó (involuntariamente); él estaba conmigo cuando un vecino que la necesitaba vino a pedírmela: “Préstame el chivo pa ´ir a resolver una cosa ahí…” “¿Chivo?” reaccionó mi hijo extrañado y a continuación agregó: “Una bicicleta tan grande tiene que ser por lo menos  una vaca…” Todos nos echamos a reír y conservamos la anécdota con el nombre.
Pedaleando sobre ella llevada un amigo sentado en la parrilla. Íbamos conversando y aproveché que él iba detrás, que no podía mirarle a la cara para darle un mensaje que le enviaba su madre muerta. Le dije que su mamá  se me había aparecido en un sueño a decirme que dejara de sufrir por su ausencia. Es lo más impresionante y surrealista que me ha pasado encima de una bicicleta. Mi amigo creyó en la veracidad del recado, tomó nota y comenzó a resignarse.
Una noche que estaba de visita en casa de ese amigo dejé a la Vaca suelta en su portal.  Me la robaron.

La Candi-data literaria número cinco. Ganada con meritos literarios, la pagué con el dinero de un adelanto editorial. A esa le hice mal de ojo con el nombre que le puse, (como ya me habían fastidiado las cuatro anteriores) nos trajimos mala suerte con la broma de llamarle así: “Candidata a que me la desaparecieran en cualquier momento.” Fue una china negra, flaca y pesada, pesada como una moto, fuerte como una carreta y difícil para andar ligero. Oscura como los años que nos llevarían hacia algo llamado Período Especial. Sufrimos mucho juntos. Me ayudó muchas veces a llegar extenuado a donde más lejos podía, o nos permitían en aquellos momentos, y a cargar comida de contrabando, a veces robada. Su debilidad era la propia de ese período, casi siempre amanecía desinflada, tenía las gomas desechas rellenas de parches, no podía sustituírselas, no había repuestos para ella, ni respuestas para mí. La Candi no me dejó. Fui yo quien la abandonó junto con todo lo demás.
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(No me acuerdo a dónde fue a parar aquella sin nombre que tuve cuando viví en Madrid)
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La de Lourdes. Una amiga con ese nombre me la prestó hasta que pudiera conseguirme o comprarme una por mi cuenta. Con ella comencé a aprender cómo moverme en Málaga. La de Lourdes no tenía nada de virgen francesa; aunque era una bendita; andaba pese a que necesitaba unos arreglos generales que nunca tuvo; mi presupuesto y mi tiempo sólo alcanzaron para remiendos provisionales. Con esos remiendos se fue con el ladrón que me la desapareció del hueco de la escalera frente la puerta del ascensor en mi edificio.

Ultimia la Inglesa. Decidí comprarme una (otra) bicicleta, y esa española (fabricada en Cataluña), guapa y cara me cautivó. Le declaré mi amor definitivo desde que la vi en el sexto piso de El Corte Inglés. Y prometí pagar lo que me pidieran por ella, aunque tuviera que ser en mensualidades, porque aquella bicicleta era tan buena, estaba tan buena, que era como para que un señor de mi edad quisiera quedarse con ella el resto de nuestras vidas; por eso le puse Ultimia, después de ella ya no abría ninguna otra, nadie que la superara en belleza y eficacia. Tenía todo lo que yo podía desear y pedir de una bici con clase. Sobre ella se podía ir bien vestido y con maletín de profesor de peli americana llegando al campus universitario. Nos veíamos muy elegantes, muy armoniosos los dos juntos. Una madrugada le amordazaron el timbre, le vendaron los faros, le rompieron el candado y me la secuestraron de la puerta de mi ático. Ni la policía ni yo supimos nunca más de ella. Su secuestro se lo seguí pagando a El Corte Inglés hasta dos años después de desaparecida.

La Esperanzita. Y entonces otra vez un amigo apenado con mi mala suerte bicicletil me dijo que pasara por el garaje de su casa a recoger una que fue de sus hijos adolescentes. Una muy buena bicicleta en sus buenos veranos, en los que ella también fue adolescente y en los que al igual que sus dueños se llenó de magulladuras y perdió la virginidad. Cuando me tocó conocerla ya era una tía como de mi quinta. Y en cuanto la vi supe su nombre: Esperanza, es que a mí con los nombres de las bicicletas me da como un flash.
Luego del año que hemos tenido parece que hace falta hablar de ella, o de algo que se le parezca, que lleve su nombre. Sobre todo enestostiemposdecrisis  (a la gente de tanto repetirla ya la frase les sale así de carretilla)
Como todos, he cuidado de mi Esperanza y sus antecesoras como he podido, pero a ésta de estos tiempos inciertos la he dejado que parezca fea, poco vistosa; he disimulado mis esperanzas para que pasen inadvertidas. He tratado de no dejarla nunca sola, de no separarme de ella, de que ella no se separara de mi, y la encadenaba a la puerta de mi casa, o a los postes de la luz, o los bancos de los parques, porque quería volver y encontrármela, y comprobar que no me la han robado, porque no se puede vivir sin esperanzas, ni permitir que otros nos las roben o nos las arrebaten.
Ha sido una buena compañera de viaje durante todo este año, aunque he tenido que estar pendiente de ella para que no se me desinflara por los caminos. Le agradezco el haber podido sentir algo parecido a volar bajito, con el aire en el pelo por la mañana, a lo largo del paseo de la  playa vacía; le agradezco que me haya contagiado de su felicidad al pedalear con ella y Simbad trotando a mi lado; que se haya atrevido conmigo a meterse en el tráfico por las noches, orientándome con su sola lucecita minúscula, blanca; le doy gracias por haberme ayudado a traer pan para mi casa.
Pero se me estaba despidiendo y yo lo sabía y cuando ya comenzaba a preguntarme qué hacer, cómo vivir sin ella, mi hijo se apareció en casa con un montón de piezas desensambladas e incompletas, en las que se adivinaba algo que había sido una bicicleta de montaña.
Se le apareció a mi hijo, tal y como una vez ocurrió con la Rubia en forma de perra hermana-pequeña; esta bici es como la Rubia, delgada, ligera y estilosa y con el esqueleto de aluminio, nos ha llegado a través de un conocido que por algún motivo que ignoro perdió el interés por conservarla y ha dejado de quererla.
No supe su nombre mientras la vi despiezada en la terraza, se lo fui adivinando a medida que se armaba ante mis ojos:

Aparecida. Como de perra necesitada de cariño. Así que decidimos adoptarla, y reponerle alguna de las piezas que había perdido en su vida anterior: le compramos una barra de timón (holandesa), un freno (coreano), y dos pedales (catalanes). Mientras la engrasaba y la limpiaba un poco tuve una certidumbre que al principio me desconcertó; la miré bien en su nueva composición y me di cuenta de que es una bicicleta macho.
Tal vez haya para este vehículo y para mí una nueva oportunidad de llegar lejos, sanos y salvos; porque antes de su despedida, La Esperanza le ha donado parte de sus órganos a La (bien)Aparecida,lleva lo mejor de la otra: la parrilla (alemana, sin estrenar), una pata de apoyo, dos guardabarros y un timbre (vascos), el porta botellas, el candado (inglés), algún que otro tornillo de los que le quedaban cuerdos y sanos, y esa lucecita blanca (marca UE fabricada en Taiwán), que parece que alumbra poco, pero alumbra mucho, y que es la única con la que contamos para entrar en ese futuro año que todos, como el pasado, vaticinan muy oscuro.
Yo ni me lo cuestiono, cojo aire, aprieto el culo… Pienso seguir pedaleando con fuerza y sin miedo, bicicleteando; en esta Bien-Aparecid@, ese producto de la suerte, del afecto y del comercio multicultural,  que irá, como muchos de nosotros, tuneado de las esperanzas que se nos estaban muriendo.








1 comentario:

  1. Una vez más, me quedo entre perpleja y anestesiada leyéndote. He disfrutado poniendo alma contigo a tus bicis, también me he reido, como siempre, con tu inteligente y fino cinismo, en el buen humor que eres capaz de dedicar hasta a tus pérdidas.

    Una cosa, no podrás perder, mucho más allá del nombre de una bicicleta, la esperanza que asoma a tus ojos. Antes de ayer volví a encontrármela, en tu mesa, detrás de todo lo que acontece, querido Ricardo, siempre hay un momento que puedo ir a verla, respirarla un ratito, mientras te escucho mirándote a los ojos.

    Gracias. Cristina Arranz

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